Los bogas siempre vuelven
Artículo sobre el equipo de remo coastal del Club Regatas, publicado en la revista Regatas. Fotografías de Alonso Molina.
En algún momento de sus carreras deportivas pensaron en dejar de remar. En otras etapas, su pasión los llevó a despertarse a las cuatro de la mañana incluso en los días de descanso deportivo. En el Mundial de Remo Coastal 2015, un bote peruano con cuatro bogas y un timonel compitió contra campeones mundiales y se quedó a trece segundos del tercer lugar. ¿Qué pasa cuando una medalla no es suficiente?
La corneta está a punto de sonar y los tripulantes del bote peruano número 418 ya no escuchan los murmullos de los espectadores. Desde el espigón de la Playa 2, decenas de aficionados observan once embarcaciones que se preparan para partir en la regata final del Campeonato Mundial de Remo Coastal 2015, en el mar de Chorrillos.
Entre los botes de color rojo, se distingue uno celeste. Dentro, se encuentran sentados, sobre bancos móviles, cuatro remeros y un timonel cuya concentración solo les permite escuchar un sonido que podría pasar desapercibido pero que hoy significa la partida, el inicio del dolor, el comienzo de una carrera de seis kilómetros para los que un boga se prepara toda su vida. Sobre ese bote celeste de 150 kilos, que acaba de cruzar las dos boyas de la línea de partida, está David Olaechea, de 17 años, que marca el ritmo de las paladas del equipo. Mientras empujan el bote con los remos, se van alejando cada vez más del espigón.
A los pocos minutos estarán a mil metros de la partida y para entonces Mickelle Martini —de 21 años—, otro miembro del equipo, verá cómo un bote de Mónaco y otro de Italia —los campeones mundiales del año pasado— les empiezan a sacar ventaja. Escuchará la voz adulta de su timonel Cristhofer Rojas diciéndoles que respiren, que no volteen la cabeza, que la casa se respeta.
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El viernes 13 de noviembre, les demostraron al resto de competidores extranjeros que no participaban como novatos anfitriones y terminaron la etapa de clasificación con el mejor tiempo de todas las embarcaciones. Fueron solo cuatro kilómetros y un remero de coastal sabe que el mar —a diferencia del remo olímpico, que se practica en lagunas— nunca es el mismo. Ahora Martini observa que la otra embarcación italiana —del club Elpis Genova— y una ucraniana intentan acercarse y ve sentado delante de sí a Franco Yrivarren, el más fuerte del equipo. El bote peruano acaba de doblar la primera boya para continuar en la recta de los dos mil metros; es justamente a esta distancia que Géronimo Hamann, el capitán de 22 años y el único remero del bote que antes ha participado en un mundial de coastal, observa cómo los italianos de Elpis Genova los están imitando en su forma de remar. Cada vez que viene una ola a su favor, los peruanos realizan paladas más cortas y alcanzan las 40 por minuto para que la ola los empuje hacia adelante y no los frene. Y los italianos, que hoy no quieren que se repita el resultado del viernes, han aprendido esa estrategia.
Durante la carrera, las boyas amarillas deberían ser la referencia para saber si es que los botes están yendo en el camino correcto. Pero todo timonel sabe que no son de confiar, pues las olas evitan que se las pueda ver con claridad, así que deben recurrir a algún punto de referencia en el horizonte: en esta recta de los dos mil metros, la bajada Armendáriz —que es la parte más verdosa de la Costa Verde desde esa posición— guiará su camino. De pronto, los botes se encuentran cerca de la tercera boya, ya van tres mil metros navegando en el mar y la tercera ubicación del bote 418, por el momento, no parece amenazada.
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Hubo un tiempo en el que estos cinco remeros consideraban al mar como un terreno ajeno al deporte. Cuando Mickelle Martini tenía 15 años, no quería saber nada sobre las rutinas casi militares de un remero y prefería la libertad de montar skate o correr tabla en el momento en que le apeteciera. Pero vivía en La Punta, a media cuadra de la filial del Club, y cada vez que caminaba por el malecón se detenía a observar el movimiento de los remeros en sus botes. Ese mismo año, su curiosidad pudo más y se convirtió en uno de ellos.
Cuando Franco Yrivarren era chico, ningún deporte le movía la ceja. Fue su madre quien lo obligó a empezar a remar y ahora de él se dice que, en los entrenamientos, siempre querrá bogar más fuerte que todos. Por eso es el motor del bote.
Cuando David Olaechea tenía 10 años, escuchaba las historias de los antiguos remeros del Club y quiso ser parte de la leyenda. Él y Gerónimo Hamann, que empezó a los 17 años, descubrieron el deporte en la poza de remo y aún recuerdan sus primeras regatas promocionales en las que, lejos de competir contra los mejores bogas del mundo, probaban la intensidad de regatas de tan solo mil metros.
Cristhofer Rojas, de 26 años, también pasó por esta etapa, pero luego decidió convertirse en timonel aprovechando sus 56 kilos y su 1,60 metros de estatura. Como un timonel no rema, mientras menos peso tenga, más se lo agradecerán los otros cuatro tripulantes. Después de que un remero prueba esas primeras regatas y luego de madrugar decenas de veces para entrenar, durmiendo día tras día en La Punta, siempre se produce un punto de quiebre.
«Y por eso miles de veces hemos pensado dejar el remo», dicen casi al unísono los miembros del bote peruano. «No ves a tu familia, no sales con tus amigos, entrenas a doble horario. De pronto, después de todo eso, te va mal en un torneo y te preguntas: “¿Por qué sigo haciendo esto?”», dice Franco.
Mejorar su tiempo cuatro o cinco segundos en el ergómetro equivale a cerca de cuatro meses de práctica. Los entrenamientos diarios en La Punta no bajan de los cuarenta kilómetros de recorrido. Pero, poco a poco, el cuerpo de un remero, que llega a aguantar tres sesiones de entrenamientos al día, comienza a acostumbrarse. Las ampollas se convierten en una parte más de sus manos y el sueño se altera. Hay madrugadas en las que se despertaban a las cuatro de la mañana, olvidando que tenían día libre. Comenzaban a vestirse para ir a entrenar. Como si el remo fuera parte inherente de su vida.
«Un remero que abandona el remo siempre termina volviendo. Todos vuelven», dice el equipo.
Y ahora los que han vuelto a girar en la tercera boya son los bogas peruanos, a quienes aún les faltan dos mil metros para acabar la carrera. Siguen detrás de ellos los ucranianos y los italianos de Elpis Genova; pero por delante van los otros italianos y los remeros de Mónaco. A pesar de que la tripulación peruana solo ha tenido dos semanas para prepararse de manera conjunta, compiten pala a pala contra remeros experimentados que llevan más de dos años entrenando juntos.
Los tripulantes del bote de Mónaco, que marcha primero, rodean los 30 años; mientras que, en la embarcación nacional, David y Franco aún no son mayores de edad. Los peruanos acaban de llegar antes que Elpis Genova a la cuarta boya y cuando se preparan para girar, sienten un impacto. La proa del bote italiano acaba de chocar contra la popa de la embarcación peruana y aunque en ese momento la molestia de los peruanos se desata en un intercambio de palabras con los rivales, luego esa colisión les dará una luz de esperanza en medio del mar. Ahora solo faltan mil metros y siguen terceros. Sin embargo, el bote de Elpis Genova se va acercando. Cada vez lo ven más grande, sus brazos ya no responden igual que antes, pero eso poco le importa al viento, que les sopla en contra, y a las olas, que vienen en distintas direcciones.
Y mientras su corazón se agita observan como esa embarcación roja los supera y se distancia, se aleja cada vez más mientras comienzan a recordar que quizás no entrenaron lo suficiente, que tal vez pudieron haber hecho una sesión más, o de repente viene a su mente ese viaje familiar al que no pudieron ir porque tenían que entrenar para esto, para remar como un solo hombre, y ahora se percatan de que la medalla de bronce se aleja con ese bote rojo que ya está fuera de su alcance.
De pronto, alguien grita «¡Hubo colisión!», y todos recuerdan el choque, que puede penalizar a los italianos, y entonces saben que aún tienen oportunidad. «¡Levanta el codo!», que no todo está perdido; «¡No pegues la espalda!», y reman con sus últimas fuerzas mientras empiezan a escuchar ruido, sonidos familiares, y se dan cuenta de que son voces de espectadores peruanos que los alientan y que delatan que ya están a pocos metros de la arena, de la Playa 1, del fin de una regata para la que un remero se prepara media vida.
Cuando llegan a la arena ya es demasiado tarde para alcanzar a los italianos, pero demasiado pronto como para que los ucranianos intenten quitarles el cuarto lugar. Mickelle correrá los 25 metros en la arena hasta llegar a la meta pero no será suficiente, pues hace trece segundos que uno de sus rivales italianos ya la cruzó. La delegación peruana protestará por el choque, y, en primera instancia, los jueces decidirán que tienen razón, que fue infracción italiana por impactar contra los peruanos cuando estos habían entrado antes a la curva. Como consecuencia, sancionarán al bote italiano con 30 segundos y Perú escalará al tercer lugar. Pero esta vez lo que se ganó en el mar no se perderá en la arena. A una hora de la ceremonia de premiación, y con los cinco remeros vestidos para recibir la medalla, una jueza se acercará y les dirá que Italia acaba de apelar el fallo.
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«Y así, en última instancia, decidieron que Italia no merecía castigo», recuerda David, días después, sentado a metros de la arena de llegada. Finalmente, la junta de FISA decidió que no había pruebas suficientes para demostrar la culpabilidad de Italia en el choque y les devolvieron la medalla de bronce.
Esa noche, lo último que quisieron los bogas peruanos fue quedarse a la fiesta de clausura. «Sentimos pena, rabia y decepción. Estábamos convencidos de que ya éramos terceros», dice Gerónimo Hamann. Pero su heroico cuarto lugar ha llegado a los oídos de los remeros pequeños que recién comienzan en la escuelita y que ven en estos cinco deportistas un ejemplo de persistencia y trabajo en equipo. Desde no faltar a ningún entrenamiento para no fallarle al compañero sentado delante de uno en el bote, hasta quedarse remando unos kilómetros más, incluso después de que el entrenador ya se haya ido, para ser los primeros en llegar a la meta.
«Competimos contra mundialistas que seguro no pensaban que unos chicos de tan solo veinte años podían hacerles tanta pelea», dice Mickelle. Solo ese hecho —dice Rojas— me hace sentir que en realidad nosotros fuimos los ganadores.
«El próximo año el mundial será en Mónaco, por estas fechas, cuando la temporada de remo olímpico ya acabó. ¿Por qué no volver para conseguir esa medalla?», dice Hamann, y en sus ojos se refleja la ilusión de quien, después de tantas paladas, sabe que un boga siempre vuelve.
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