Pedalear contra el cemento
Perfil sobre Augusto Echecopar, exciclista. Publicado en la revista del Club Regatas. Fotografías de Alonso Molina.
En 1989, se convirtió en el ciclista más rápido del mundo tras pulverizar el récord mundial del kilómetro contra reloj en la categoría Juvenil. Sin embargo, para Echecopar, el ciclismo no fue solo un medio que le permitió acelerar a 50 kilómetros por hora en un velódromo. El deporte también le enseñó a levantarse de las caídas.
Es diciembre de 1989 y Augusto Echecopar acaba de aterrizar en Ciudad de México. No sospecha que, dos días después, la desgastada cadena de su bicicleta estará a punto de arruinarle el sueño de batir el récord mundial juvenil del kilómetro contra reloj. Para alcanzar su objetivo, deberá reducir el tiempo establecido por el alemán Kirchhof en Italia dos años atrás. Ello significa recorrer un kilómetro en menos de 1 minuto, 5 segundos y 631 milésimas.
La sede es el velódromo del Centro Olímpico Mexicano, una pista de cemento con curvas peraltadas donde la francesa Jeannie Longo batió el récord de la hora. La Unión Ciclista Internacional (UCI) no espera menos de Echecopar: siete jueces se han trasladado hasta el velódromo para marcar con sensores electrónicos el tiempo del ciclista de 18 años. Después de llegar al aeropuerto, Echecopar se dirige a la pista junto a su entrenador, Víctor Elías, y los problemas empiezan: no solo está resfriado, sino además la UCI le informa que el velódromo Agustín Melgar, en donde iba a intentar batir otro récord (el de 200 metros), ha sido clausurado.
Hoy, 13 de diciembre de 1989, tan solo dos días desde su llegada, Augusto Echecopar se prepara para una sesión de entrenamiento en el velódromo del Centro Olímpico. Los imprevistos no han alterado su rutina. Sabe que mientras menos resistencia del viento haya durante la carrera, más fácil le resultará acelerar y superar el récord. Ello explica que en este entrenamiento lleve puesto un casco blanco aerodinámico, y que su bicicleta cuente con llantas lenticulares de fibra de carbono para reducir la fuerza del viento.
Sentado sobre su bicicleta italiana Colmago de seis kilos, Echecopar aguarda la señal de Elías para partir. Apenas escucha a su entrenador, el ciclista empieza a acelerar; pero a los pocos segundos la cadena se rompe y Augusto pierde el control de la bicicleta. Su rodilla derecha impacta contra el manubrio; el golpe es tan fuerte que le impide seguir pedaleando. El entrenamiento se suspende y, al día siguiente, la lesión ha empeorado. Ahora el adversario es el reloj: solo faltan cinco días para la prueba, se acercan las fiestas navideñas y los jueces ya no pueden esperar más.
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Una mañana gris de septiembre de 2016, seis ciclistas entrenan en el velódromo de cemento del Complejo Deportivo del Puente del Ejército. Visten licras deportivas y pedalean sobre la pista de 250 metros en la que apenas se divisan grietas. Fue en este velódromo donde Echecopar, hace casi tres décadas, descubrió su vocación por las distancias cortas. Su inicio en el ciclismo, con tan solo 15 años, no estuvo rodeado de trofeos y medallas, sino de tropiezos y algunas decepciones. Su padre aún recuerda cómo su hijo, en sus primeros torneos de ruta en Ventanilla, terminaba relegado y por detrás del grupo: «Los ciclistas partían cerca del aeropuerto Jorge Chávez y llegaban hasta Ventanilla. Era una pendiente tremenda. En un torneo llegó último porque nunca había pedaleado crestas como esa».
Hoy, a sus 45 años, Augusto Echecopar reflexiona acerca de sus difíciles inicios: «Esos primeros resultados no me desmotivaban. Todo lo contrario: me estimulaban para entrenar mucho más». Con los entrenamientos, el ciclista descubrió que, a diferencia de las carreras de resistencia como la de Ventanilla, en las pruebas de velocidad era casi imbatible.
Dos rasgos destacaban en él en este tipo de carreras: su fuerza en las piernas y su aceleración en la partida. De la primera, conserva una prueba fotográfica. En la imagen, se observa a un adolescente Echecopar posando con sus amigos; pero lo que más resalta son sus muslos, cuyo tamaño era el doble que el de sus compañeros. La aceleración, por otra parte, quedaba plasmada en las carreras de 200 metros. Su estrategia era tan simple como contundente: acelerar y tomar la delantera desde la partida. No le importaba que el viento le reventase en la cara, y que su perseguidor se aprovechara de eso para recibir menos resistencia del aire. Sus adversarios dosificaban energía, seguros de que Echecopar se cansaría a causa del tremendo arranque. Sin embargo, cuando intentaban sobrepasarlo, ya era demasiado tarde: la distancia que les llevaba era inalcanzable.
La revista FULL SPEED guarda un registro de todos sus títulos en torneos nacionales y sudamericanos entre 1985 y 1989. Estos logros no respondían a la rutina de un deportista adicto al entrenamiento. De hecho, Augusto Echecopar nunca se sobreentrenaba: mientras algunos de sus competidores se preparaban dos veces por día, él solo lo hacía una vez: «Algunos ciclistas entrenaban horas de horas, sacándose la mugre y sufriendo por mejorar sus tiempos.
Augusto entendía el ciclismo de otra forma: él disfrutaba del entrenamiento, del día a día, del camino hacia el objetivo», dice Carlos Neustadtl, que compitió con Echecopar en su adolescencia. Su rivalidad con Luis Che Altamirano, un ciclista al que no le podía ganar, tampoco lo irritaba. Pero así como el velódromo del Puente del Ejército fue testigo de los grandes triunfos de Echecopar, también lo fue de sus caídas.
En febrero de 1987, durante una carrera contra Altamirano, Augusto Echecopar, tras un choque involuntario, se desplomó de cabeza contra el piso: su casco se partió al igual que la base de su cráneo. Fue trasladado de emergencia a la clínica, donde estuvo una semana internado. Luego, volvió a su casa, donde estuvo otra semana tendido en cama, sin moverse. En ese nefasto verano, ninguno de sus compañeros o familiares sabía si el ciclista volvería a pisar el velódromo.
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Son las diez de la mañana del 20 de diciembre de 1989, el smog se ha desvanecido y los asistentes se preparan para observar la prueba oficial de Echecopar en el velódromo del Centro Olímpico Mexicano. El ciclista ha superado su lesión en la rodilla derecha para estar aquí, en la línea de partida de la pista ovalada de 333 metros, y demostrarles a los siete jueces que puede convertirse en el primer peruano en batir el récord mundial juvenil. El anemómetro marca una velocidad del aire de 12 kilómetros por hora, Echecopar amarra sus zapatillas a los pedales con una correa y espera el sonido de bala que indique el inicio.
El juez mexicano Noe Ramírez sostiene su bicicleta en la partida. Apenas se escucha el sonido, el juez lo suelta y Augusto Echecopar —licra roja, short negro, 72 kilos— acelera en su bicicleta, que no tiene cambios ni frenos. En la tribuna, su padre mide el tiempo con un cronómetro, mientras su hijo pedalea tan cerca del borde como puede para recorrer la menor cantidad de metros. Pese a ello, su primera vuelta es lenta: 24 segundos con 70 milésimas. La segunda vuelta empieza y Augusto debe remontar. Los carteles de publicidad alrededor del velódromo cortan el viento y favorecen al ciclista, que, metro por metro, va ganando potencia. Ahora avanza a 56 kilómetro por hora, su bicicleta se mueve siete metros tras cada pedaleada. Es tanta su fuerza y concentración que al finalizar no escucha las voces de los mexicanos ni la de su padre, quien lo mira confundido: no sabe el tiempo final porque su cronómetro no responde.
La carrera acaba y el Checo detiene la mirada en el gesto confundido de su padre. «¿Lo habré logrado?», se pregunta. La duda solo se esfuma cuando escucha por el megáfono que hay un nuevo récord mundial juvenil, que ha reducido la marca por 86 milésimas. Entonces no sabe que, algunos meses después, recibirá los Laureles Deportivos y entrará en la historia del deporte peruano.
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Dos meses después del accidente del verano de 1987, Augusto Echecopar volvió al velódromo. Fue un retorno deportivo de ciencia ficción: al poco tiempo, estaba más fuerte, motivado y rápido que antes. Por eso, a finales de ese año, Luis Altamirano, el alto rival que siempre le ganaba, no lo pudo vencer más. «Ciclista que no se levanta de las caídas, no es ciclista», dice ahora su entrenador Víctor Elías. «Cada situación adversa que se presentó en mi carrera deportiva, en vez de disminuirme, me impulsó para seguir pedaleando mucho más fuerte. Es como si mi cuerpo, en situaciones complicadas, respondiese mucho mejor», reflexiona Echecopar. Así respondió cuando superó una lesión en la rodilla derecha para establecer el récord mundial juvenil. En el Panamericano Juvenil de Ciclismo de 1989, quemaduras en su cuerpo tampoco impidieron que se coronase campeón. Aquella vez, durante las primeras pruebas del torneo, que se disputó en un velódromo de madera en México, una astilla en la pista reventó la llanta de su bicicleta. El ciclista se deslizó por el velódromo, y la fricción contra la madera y las astillas le produjo quemaduras y raspones en todo el cuerpo.
Se conserva una foto de ese momento, en la que aparece Augusto, sobre su bicicleta, con una herida que cubre todo su hombro. Él, con el pelo ensortijado y desordenado, mira desafiante a la cámara, como si el dolor no fuese suficiente para suspender su participación. No lo hizo: Echecopar compitió con el traje roto y con la fiebre producida por las heridas. Y pese a todo, fue campeón en la categoría del kilómetro contra reloj.
Después de estos logros, Augusto Echecopar se retiró del ciclismo y viajó a Estados Unidos para estudiar y trabajar. «En la temporada en la que entrenó en Estados Unidos, antes de su retiro, él nunca se jactaba de tener el récord mundial. Era muy humilde», dice Carlos Neustadtl, su compañero de entrenamiento en el país norteamericano. «En mi trabajo, en el que llevo seis años, no le había comentado a mis amigos de mi récord mundial. Recién se acaban de enterar hace unos meses», confiesa Augusto, quien ahora vive en Florida. Se acaba de comprar una bicicleta Colmago, la misma marca que utilizó en la carrera del récord mundial juvenil. Esta vez no la usará para batir un récord, sino para pasear con un grupo de ciclistas por las mañanas. En esos recorridos por las calles de Brickell, en Miami, decenas de norteamericanos pedalearán sin saber que los acompaña un ciclista que, cuando tenía 15 años, superó sus últimas ubicaciones en distancias largas y no paró hasta convertirse en el más rápido del mundo.
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